Columnas de opinión y análisis de la actualidad de Colombia publicadas los sábados en el periódico EL PAÍS - Cali


sábado, abril 25, 2009

¿Democracia venezolana?

¿Democracia venezolana?
Abril 25 de 2009


Por Paloma Valencia-laserna

La intolerancia chavista frente a la oposición está adquiriendo unos matices tenebrosos. Se trata de una carrera frenética para reprimir cualquier tipo de discrepancia, alguna crítica o una voz distinta. Los hechos que revelan esta tendencia son terribles: si un venezolano firmó el referendo revocatorio, o cometió cualquier acto en contra, está condenado. Por esa firma no tiene derecho a trabajar con el Estado, está excluido de cualquier subsidio, de las becas estudiantiles –todas con carácter político- y prácticamente no puede acceder a los servicios estatales. Cosas elementales como la obtención de un pasaporte se han vuelto privilegio de los oficialistas. El país no tiene recursos o interés en la emisión de ese documento, de manera que se refrendan pasaportes vencidos con el pretexto de que se acabó el papel de seguridad; pero si se es de la oposición ni eso.

Como medio para presionar a las autoridades locales de oposición, la Asamblea Nacional reformó la Ley de Descentralización, de manera que el Gobierno puede ‘revertir’ por razones de ‘interés público’ los poderes que la Constitución de 1999 le otorga a los gobernadores. Así mismo, la Asamblea reformó la Ley de Puertos y Aeropuertos y, mediante decreto, pasaron a manos del Gobierno central todas las instalaciones de ese tipo que estaban bajo la tutela de las gobernaciones. Se trata de la supresión de sus principales fuentes de financiamiento, que ponen de rodillas a las autoridades regionales frente al Gobierno central. Vale la pena recordar que Venezuela es un régimen federal. La oposición reaccionó, pues considera que tales reformas son inconstitucionales. El Estado Zulia solicitó la convocatoria a un referendo, pero fue declarado ilegal por el Consejo Electoral sin mucho eco.

Pero los escándalos contra la oposición aumentan hasta el caso de Manuel Rosales. Se trata de la figura más importante de la oposición venezolana, ha sido dos veces gobernador de Zulia y había sido elegido como alcalde de Maracaibo. Fue también candidato a la Presidencia en el 2006. Está refugiado en el Perú porque, mediante una investigación muy sospechosa, se le acusa de corrupción. El caso que se abre y se cierra, según la conveniencia del régimen, le imputa que no pagó impuestos sobre $55 millones, que presuntamente no aparecen justificados en su patrimonio.

Rosales, que ha pedido asilo político en el vecino país, ha denunciado que la sentencia condenatoria existía aun antes de que se presentara a rendir su testimonio y que huyó para evitar su muerte, pues los planes del régimen incluían colocarlo en una cárcel donde seguramente sería asesinado.

Venezuela pidió a la Interpol su detención.

No es aceptable que en una democracia la oposición sea perseguida y tenga que huir incluso de la Justicia. La crítica enriquece, hace mejorar y exige de los gobernantes. Sin la oposición, no importa que se ganen las elecciones, no hay democracia. Alan García, presidente del Perú, tiene en sus manos la oportunidad de proteger a Rosales y de alzar una solitaria, pero firme voz contra la eliminación de la democracia en Venezuela.

El resto del continente permanecerá callado… cada uno con sus razones. Colombia no dirá nada; Venezuela es nuestro segundo socio comercial.

¿Cuánto vale ver cómo en el hermano país desfallecen las instituciones democráticas que juntos conquistamos con lucha, con valor y con principios?

¿Instituciones o Uribe?

La conveniencia de la reelección del presidente Uribe es un debate de hondas repercusiones para el país. Se trata de un mandatario que, según la encuesta del Consorcio Iberoamericano, es el segundo en popularidad en América, pues tiene una aceptación del 74%, antecedido sólo por Obama con el 85%. Ahora bien, no sólo la popularidad debe considerarse en este debate. Los detractores de la reelección la critican porque encuentran que la manera de gobernar del Presidente desdibuja y hasta destruye las instituciones colombianas. Sobre la relación de Uribe con las instituciones hay, al menos, tres impactos susceptibles de una interpretación negativa o positiva:

Para unos, buscar la reelección a través de una reforma constitucional es perpetuar ‘mandatos personalistas’ y lesiona las instituciones. Se trata, pues, de la imposición del querer de un mandatario por encima de las estructuras legales y constitucionales. Para otros, en cambio, buscar la reelección, aun con modificaciones legales, no es un cambio de reglas, pues las normas lo permiten. Una fracción importante de la población firmó un proyecto mediante el cual pretende que el Congreso consulte a la totalidad de colombianos, en un referendo, si desean o no una tercera reelección. Se trata de un mecanismo legal, institucionalmente establecido. La solidez de la letra escrita hace necesario constantes actualizaciones de las normas a los movimientos sociales, por eso la Constitución permite su reforma. Utilizar esos mecanismos no puede considerarse un irrespeto a las instituciones o la Carta. Se trata, precisamente, de utilizar normas que existen para enfrentar coyunturas que así lo exijan.

Las instituciones colombianas no están diseñadas para la reelección. Así que un presidente reelecto tiene facultades para elegir, designar y participar en la selección de otros funcionarios con tareas cruciales: Fiscal, magistrados, miembros del Banco de la República, etc. Eso, para muchos, es un desequilibrio que rompe la separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos. Los periodos estaban diseñados para que el Presidente sólo tuviera intervención en un número limitado de estos casos. Con la reelección, él puede lograr una homogeneidad en esas selecciones y penetrar muchos segmentos del Estado con sus candidatos. Otros piensan que la mediación en la escogencia de estos funcionarios no es nefasta. Si bien el Presidente tiene participación en la elección, no es definitiva. Además, existe un mecanismo natural que previene la unidad total: cuando una persona accede a un cargo de poder se convence de su importancia y desconoce cualquier padrino político. Ya tiene asegurado el cargo y pretende lucirse en su ejercicio.

Los consejos comunitarios le parecen a unos la manera de desbaratar la distribución de tareas de las instituciones. Las pone en peligro y concentra demasiado poder en el Ejecutivo. Es un retorno al centralismo y al paternalismo. Para los otros, Uribe, mediante un proceso directo, se ha encargado de atender aquellos asuntos prioritarios. Descubrir que el Estado colombiano es capaz de hacer algo es mucho más importante que proteger instituciones con funciones formales -bien redactadas en la ley- que nunca llegan a la realidad. En los consejos comunitarios las autoridades locales han obtenido la legitimidad e importancia necesaria para consolidar la descentralización.
Diario El País -Cali 18 de abril de 2009

sábado, abril 18, 2009

La Semana Santa

Cada episodio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo encarna dilemas frente a los cuales todos, alguna vez, nos encontramos; por ello, el examen de estos pasajes ha de suscitarnos hondas reflexiones sobre nosotros mismos y nuestra sociedad. La conmemoración de la Semana Santa debe causar una inflexión, al menos, en el llano de nuestra existencia.

Pilatos, resguardado en la neutralidad de la autoridad, realiza el acto simbólico de lavarse las manos frente a la injusticia. Evidencia esa escena bíblica una de las más grandes verdades: quien no se opone a la injusticia hace parte de ella. La injusticia que toleramos nos hace su cómplice. Lo injusto tiene, pues, el poder de pervertir a quien es su testigo. Aquel romano lo encontramos ahora en todo aquel que reconoce la injusticia pero es indiferente a ella.

Levantarse contra lo que no es justo no es nunca fácil; Pedro, el discípulo de Jesús, lo negó tres veces. Pedro era un hombre santo, mejor que nosotros, y fue débil y temeroso. Aun amando a Jesús -sobre todas las cosas- sintió miedo de padecer el mismo destino que le parecía injusto. Por supuesto, somos todos mucho más propensos que él a sentirnos impotentes frente a la masa que ciega, furiosa y exaltada presiente saber la verdad y ejecutar lo correcto.

Disentir no es fácil, pues por nuestra calidad de seres gregarios tenemos respeto por las decisiones de la mayoría. Más aún, cuando la masa ha condenado a alguien es poco probable que se detenga, que cambie, que reconsidere -por lo menos eso le parece a quien solitario y aislado la observa-. La flaqueza psicológica consiste en sentir que al ponernos del lado de la víctima sufriremos, inevitablemente, su mismo destino. Defender a aquel que la masa ha condenado puede condenarnos también. Los juicios sociales son como una máquina imparable que se aproxima demoledora sobre su víctima; saltar frente a ella, oponérsele, parece riesgoso e inútil.

Las sociedades encolerizadas y decididas a castigar son amedrentadoras y la víctima se vislumbra como imposible de rescatar. Erguirse contra los atropellos en defensa de quien injustamente es tiranizado parece exigir la vocación del mártir. ¿Quién en nuestro país es capaz de defender a aquel que le parece que está siendo injustamente tratado? ¿Quién se atreve, por ejemplo, a defender a quien ha sido sindicado de un delito, aunque considere que no es culpable? ¿Quién que alegue por la defensa de las formas procesales de los sindicados por paramilitarismo no es tildado de ‘paracomilitar’? ¿o del mismo modo e guerrillero o mafioso?

La lección más poderosa es la de Jesús: agónico nos perdona. El perdón en ese momento de intenso dolor se exalta como el acto divino por excelencia. El perdón que unge la tierra con la mirada compasiva del Creador, que comprende la estrechez de nuestra mente, la mezquindad de nuestro corazón, el miedo a la muerte y la necesidad de mantener la mirada de los otros sosegada sobre nuestro hombro. No seremos capaces de semejante acto, seguramente, pero podemos recordar que tenemos esas flaquezas humanas. Cuando nos cubrimos los ojos con el manto de que ‘somos buenos’ dejamos de revisar nuestra conciencia y desfilan, entonces, justificados y muy tranquilos nuestros actos. En cambio, si tenemos presente nuestra condición falible estamos atentos a juzgarnos. Sólo aceptando que somos capaces de hacer el mal y que lo hacemos podremos reconocerlo en nuestras acciones.
11 de abril de 2008
http://www.elpais.com.co/paisonline/ediciones_anteriores/ediciones.php?p=/historico/abr112009/PRI

sábado, abril 04, 2009

La U y la izquierda

Con la llegada del ex comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo al Partido de la U se hizo una declaración muy extraña, en el sentido de que ese partido buscará alianzas con la izquierda. Si el mismo presidente Uribe no hubiera descartado categóricamente un diálogo con la guerrilla, esa hubiera sido mi primera y sorprendida impresión. Sin esa opción, el comentario parecería sugerir la vinculación de nuevas corrientes ideológicas al partido, con la intención presunta de romper con la polarización.

La sapiencia de muchos colombianos señala que la polarización no es deseable, más aún, que debería ser evitada. No estoy de acuerdo. La polarización, cuando es política, es útil y apetecible.

El país ha logrado superar esa vaguedad conceptual que dominaba el escenario de los partidos hace no muchos años, donde la única diferencia entre ellos era los nombres de los candidatos. Hacer parte de una colectividad o de otra no ofrecía discrepancias. No sorprende que hayamos tenido más de 70 partidos; todos representaban los intereses personales de un político que no tenía posición, pues lo natural era acomodarse por una cuota burocrática con el gobierno de turno. ¡Era un país de grandes acuerdos nacionales!

Una de las virtudes del gobierno Uribe fue, precisamente, haber logrado establecer claridad en la política. El ejercicio de oposición de manera coherente, como lo ha hecho el Polo, aunado a la posición racional del Gobierno, ha servido para que las posiciones políticas de ambos segmentos se clarifiquen y que las diferencias partidistas encuentren un sentido en la realidad.

Así, cada grupo político ha tenido que definir de manera precisa una posición sobre los grandes asuntos que ocupan al país: la manera como se pretende resolver el conflicto armado, el intercambio humanitario, las relaciones con la comunidad internacional… La dinámica partidista en una democracia requiere ese enfrentamiento ideológico, para que los electores puedan votar conociendo las implicaciones de su elección.

Muchas de las posiciones políticas de un partido surgen de que el otro ha tomado la posición contraria. La impopularidad de una posición se vuelve oportunidad para el partido que ostenta la tesis inversa. La oposición política es manera eficiente de aspirar al poder: el fracaso del partido de Gobierno convierte -ante la opinión- a la oposición en la alternativa más deseable.

No se trata, por supuesto, de que no existan acuerdos nacionales sobre lo fundamental; esos acuerdos existen y deben persistir. Pero no se puede ceder al afán propio de las carreras políticas y de buscar el mayor número de votantes en detrimento de la ideología. Las posturas políticas deben ser un delicado equilibrio: lo suficientemente amplias para incluir y atraer tantos electores como pueda, pero lo definidas para crear una diferencia frente a los otros grupos políticos.

Por ello, esa declaración en el seno del Partido de la U resulta inexplicable y, sobre todo, equivocada políticamente. No es deseable una democracia de unidad política: sin la oposición se acaba la crítica, se pierde el juego ideológico y, más aún, los partidos se vuelven unas asociaciones para la negociación burocrática. El debate político es sano, promueve la reflexión y le da dinamismo y peso a cada decisión.

La polarización es orientación, congruencia, diferenciación y discusión; sin eso no hay verdadera política.