Columnas de opinión y análisis de la actualidad de Colombia publicadas los sábados en el periódico EL PAÍS - Cali


viernes, noviembre 26, 2010

Corrupción

El índice de percepción de la corrupción desarrollado por Transparencia Internacional nos ubica con niveles similares a Perú, en el puesto 76. Casi en la mitad del camino hacia el puesto 178, donde se ubican los más afectados. La corrupción es una enfermedad; sus síntomas nos afectan, pero muestra problemas en los cimientos de la sociedad, laxitud en el vínculo connacional y, sobretodo, una pobre comprensión del largo plazo. Es, sin duda, el peor de los males colombianos.

La corrupción tiene que ver con poder, con su mal uso y con un beneficio personal. Tiene además la característica de que, en general, lo obtenido por el individuo corrupto es muy inferior al agregado de beneficios arrebatados. En el caso del profesor que no cumple adecuadamente con su trabajo, pero recibe su sueldo, es evidente que los recursos que apropia son inferiorísimos al daño de sus alumnos con educación usurpada. Más aún, parece irracional que aquellos encargados de las obras públicas -que nos benefician a todos, ellos incluidos- decidan arrancarle a la sociedad su progreso y relegarse a ellos mismos y sus familias a las incomodidades que supone la falta de acción gubernamental. La explicación puede estar relacionada con que un beneficio es individual, inmediato y monetario, mientras el otro es colectivo, de un plazo más amplio y, aunque siempre conlleva un daño económico, tiene además una textura no monetaria.

Los escándalos colombianos son tantos y la negligencia tan recurrente que nos hemos convencido de que el letargo de las obras públicas es necesario. Tuve la oportunidad de ver como en los EE.UU. una calle de más de 4 carriles fue pavimentada en menos de 5 días, en obras que se realizaron en las noches y sin interrumpir el tráfico durante el día. Así que sí se puede, lo demás es un desfile de excusas.

No existe una cura para la corrupción, pero habría que intentar medidas. Los teóricos de la corrupción sostienen que subir las penas cuando la capacidad de aplicarlas es baja, no funciona. Por el contrario, el valor simbólico del castigo se vuelve un incentivo para que el pacto entre los corruptos se mantenga. Ninguno dice nada pues la sanción es tan alta que no les conviene. Enfoques novedosos señalan que son mejores las normas donde quien denuncia tiene una pena muy baja, inexistente o incluso disfruta de un beneficio. Ello genera un marco de inseguridad donde hacer pactos corruptos supone un alto riesgo. A medida que se configure un marco donde cada corrupto -público o privado- sospeche del posible daño que el otro puede causarle, serán menos propensos a establecer tales acuerdos.

Las normas procedimentales han mostrado su inutilidad. Los recovecos del procedimiento se vuelven excusas para esconder la corrupción. Una normativa con principios y que exija resultados podría simplificar las cosas para los administradores, los contratistas y los órganos de control.

La visibilidad también es efectiva. En las obras y en una página pública en Internet deberían estar los valores de los contratos, los tiempos estipulados para su ejecución y los nombres de los contratistas, discriminando claramente los socios de cada persona jurídica. Así al menos sabríamos quiénes están a cargo de los desastres con que tropezamos cada día, y existiría la posibilidad de que ejerzamos presión social.

A pesar de los escándalos no podemos condenar a todo el sector público pues, a pesar de los lunares, hay un grupo significativo de servidores públicos comprometidos con el país.
El Pais, 20 de noviembre de 2010
http://www.elpais.com.co/elpais/opinion/columna/paloma-valencia-laserna/corrupcion

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