Columnas de opinión y análisis de la actualidad de Colombia publicadas los sábados en el periódico EL PAÍS - Cali


miércoles, octubre 21, 2009

Corrupción

La corrupción se le atribuye a los políticos. Esta afirmación, sin ser necesariamente falsa, es bastante incompleta. Cuando estamos hablando de la malversación de los fondos públicos, la banda criminal es mucho más amplia que el político de turno. Los cómplices más importantes, aquellos que se benefician y que contribuyen a la proliferación de las conductas corruptas, están en el sector privado.

Cuando los fondos se pierden en el Estado siempre hay un particular beneficiario del contrato que ayuda a que el plan se lleve a cabo. Cuando las administraciones públicas reciben ‘mordidas’ de los contratistas, otra vez, está el sector privado participando del ilícito. Cuando los puentes y las carreteras quedan mal hechas, duran poco o simplemente no se hacen también hay una firma del sector privado beneficiándose.

Ese provecho que obtienen va en contra de la sociedad. En el país, cualquier cantidad de fondos es insuficiente. Los programas no alcanzan para solucionar, las obras no son comparables con las de países desarrollados y no porque nos cuesten menos, sino porque los propios connacionales nos roban. La mentalidad de la corrupción es, además, ilógica. Esos que dañan las posibilidades de progreso social hacen parte de la sociedad afectada. ¿Planearán dejar el país en el futuro?

La pregunta sobre por qué se consolidó en nuestra tierra un sistema corrupto puede tener tantas respuestas como posibilidades se le ocurran al lector. Por una parte, venimos con una larga tradición de irrespeto a la ley. Los colonizadores españoles la incumplieron, no sólo evadían impuestos para aumentar sus arcas, sino que los mandatos del Rey referentes al trato de las poblaciones indígenas eran abiertamente desconocidos. Como lo dijo Jiménez de Quesada, “se acata, pero no se cumple”. Luego, los habitantes se excusaban en que las normas no les pertenecían, pues venían dadas del exterior. Apareció la lucha de clases, después, y las normas eran rechazadas como mecanismo de poder. En fin, siempre hemos tenido una disculpa muy buena para burlar la norma y mantenernos moralmente incólumes.

El tránsito hacia la corrupción no es difícil; el daño del corrupto no es visible. No se trata de un asesinato donde el cadáver podría impresionar la conciencia o donde la víctima pueda individualizarse. El daño es etéreo: de no tener carretera a tener una carretera mala, de no tener subsidio a seguir sin él o de tener una fracción de la población desprotegida y desatendida a tener una proporción más grande en esas condiciones. Como la relación de causalidad no es inmediata ni exacta y, víctima y victimario no se ven frente a frente, es posible inventar excusas: alguien más se la robaría, el puente –por malo que sea- es mejor que no tenerlo…

Y luchar contra la corrupción es difícil. Hacer leyes para evitarla es un absurdo; la letra es y será susceptible a tener interpretaciones amañadas y el más versado legislador no tiene la capacidad de prever todas las trampas posibles. Sólo el repudio social, la exclusión y la determinación cultural de no tolerar a los corruptos podría dar lugar a una presión que desincentive la conducta, pero somos tolerantes. Tal vez hay tantos corruptos que el esfuerzo parece infinito; tal vez es más fácil culpar la clase política y mantener la idea de que la sociedad en que vivimos es mejor de lo que es o tal vez así nos sentimos mejor con nuestros propios pecados.

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