Columnas de opinión y análisis de la actualidad de Colombia publicadas los sábados en el periódico EL PAÍS - Cali


martes, septiembre 28, 2010

La maldad

¿Cómo puede convertirse una persona en un asesino y un secuestrador? ¿Cómo puede matar familias y destruir pueblos enteros? ¿Cómo puede alguien ponerle precio a la libertad?

Aún de manera teórica resulta difícil entender la maldad. La conciencia humana, en general, juzga por introspección. Parece natural, entonces, que se desplieguen grados de empatía por el otro y se comprendan sus circunstancias, sus motivos y sus dolores. En este contexto, la maldad es, más bien, una debilidad; no poder soportar ni controlar nuestras propias circunstancias. Terminamos actuando en contra de los otros apoyados en un sentido de que se hace por la necesidad individual o por condiciones que consideramos irresistibles.

La maldad es una falta de empatía por el otro que permite convertirlo en un medio para algo; es precisamente la incapacidad de entender el principio kantiano de que el hombre debe ser siempre un fin en sí mismo. Puede haber muchos constructos que le permiten al sujeto disfrazar sus conductas y no sentirse un mal ser humano. La justificación más poderosa sostiene que el mal inflingido es menor que el bien otorgado o que todo ello es producto de falta de educación o privaciones.

Por ello, desde el punto de vista externo juzgar a alguien como malo tampoco es sencillo. El derecho penal intenta tipificar cada una de las conductas que se catalogan como malas. Aún así cuando juzga, verifica el nivel de culpa individual.

Ahora bien, hay casos donde la maldad es tan abrumadora que no deja duda. Son hombres que se saben, se reconocen y se quieren malos. El ‘Mono Jojoy’ está en esta categoría. Era un ser humano incapaz de compasión, que debía disfrutar el dolor de los demás y regocijarse ciegamente entre el poder que una maldad así le otorgaba.

Categorizó a los campesinos como herramientas para demostrar su poder y destruyó pueblos enteros para poseer a esas comunidades. Convirtió a los soldados y a los políticos en monedas para el cambio, sin reconocerles la mínima dignidad humana y los maltrató hasta límites sólo vistos con los nazis. En su guerra contra el Estado, despersonalizó a los colombianos, nos convirtió en medios para algún deseo suyo. Lo suyo debía ser algo como el miedo, el poder, el mando, por eso murió con un reloj Rolex en la mano. Por eso debía morir.

La intención que se invoque para ejercer la brutalidad siempre será insuficiente. La violencia como mecanismo para renovar las estructuras sociales falla radicalmente porque convierte a la población en un medio. Ese es un error insuperable que aleja y distorsiona cualquier razón de bien. La contradicción de que se busca el bien del pueblo y a la vez se lo destruye es tan poderosa que es inaceptable.

El monopolio de la fuerza lo tiene el Estado y todo aquel que decide usurparlo ha de enfrentar su destrucción. El Estado es eterno y ningún hombre puede derrotarlo por la vía del terror. Eso está bien, porque las estructuras estatales –aunque insuficientes e incompletas- deben personificar y velar el querer popular. Y lo que es más importante, están diseñadas para que todos podamos influir en ellas, para que todos seamos parte de ellas.
Los procesos colectivos son mucho más complejos que la guerra. Cambiar, mejorar, construir condiciones exige mucho más que la intimidación. Las sociedades requieren que la pasión y el ímpetu se encarrilen dentro de la legalidad y persuadan hacía la transformación.

El Pais, Cali. 24 de septiembfre de 2010

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